Miraba el paisaje, nada podía detenerlo. Pasaban por un tramo lleno de alternativas cambiantes, en formas y luces. Todo se movía aprisa, como tantas cosas que pasaban por la cabeza de Marta. Su niño saliendo del colegio, las prisas en el trabajo, la torre de ropa para planchar. Ella al fin y al cabo que transitaba a toda velocidad, tratando de alcanzar tantas metas. El paso del tiempo dejó caer un sopor placentero y un sueño reparador le hizo perder la consciencia de ese presente ajetreado.
Fue entonces cuando camino a lo largo del pasillo de aquel vagón hasta la plataforma, allí podía escucharse un sonido estrepitoso que hacía sentir la velocidad a la que se movía el tren. Aquel baño de realidad la hizo detenerse para mirar por la rendija de la ventana. Comenzaba el atardecer y sus oídos se estremecían del ruido provocado por todo el metal rodante sobre las inmóviles vías. El hierro pesado galopaba firme venciendo pequeños saltos que algunas irregularidades provocaban a su paso.
Regresó la sensación de soledad, aquella que le asaltaba cada tanto; la verdad que aquel sonido estridente le hizo sentir que ella era la única viajera del tren, aislada entre cuatro paredes estrechas y circundada por la sinfonía de metal en marcha. Cerró los ojos y se dejó llevar, pareció verse desde fuera del tren, pasar a gran velocidad, acercándose y alejándose repentinamente. Ya era de noche y la luz era muy tenue en la plataforma. Entonces echó mano del bolso y sacó un cigarrillo, inmediatamente recordó que ahora está prohibido fumar en los trenes, incluso en los escondrijos de un servicio. Hizo ademán de regresar el pitillo al bolso cuando en ese instante se cruzó otro tren en dirección contraria, que la sobresaltó. Una luz vertiginosa cruzó la estancia y la hizo respirar profundamente, después regresó el ritmo conocido y pareció que todo quedaba en calma, como si todos se hubiesen ido. Así es que muy despacio volvió a sacar el cigarrillo y lo encendió ceremoniosamente, dando una calada profunda. No miró a su alrededor, simplemente apoyó su cabeza sobre el cristal de la ventana y miró hacia arriba en la dirección del humo que comenzó a huir por la rendija.
En ese momento se abrió la portezuela del otro vagón y apareció un hombre, que la miró fijamente, recordándole que no podía seguir haciendo aquello. Marta le mostró el cigarrillo como haciéndose de nuevas, como si en realidad no se hubiera dado cuenta de que estaba fumando, en un sitio prohibido. De manera repentina apagó la ceniza contra el filo metálico de la puerta.
Es mejor para su salud –le dijo el hombre
Cómo dice –respondió ella, que apenas podía escuchar por el estruendo
Que digo –alzó la voz- que no es nada bueno fumar.
Ah! gracias, -respondió esbozando una sonrisa trastabillada- no me di cuenta, aunque no pueda creerlo, por un momento pensé que estaba lejos de este tren.
El hombre se quedó mirando, examinando cada uno de los rasgos de Marta, su cabello moreno, sus pómulos pronunciados, sus ojos un tanto cristalinos, su cuello delgado, iba vestida con un suéter ajustado que hacía muy atractiva su figura, junto con sus vaqueros de viaje. Pensó que él no había escuchado lo que le decía.
Sabe –continuó dejándose mirar- pensé estar en otro lugar, así es que no caí en lo riguroso de esta norma, además me había asustado y cuando siento miedo enseguida me vienen las ganas de fumar.
Él se recostó en la puerta y comenzó a mirar las luces que discurrían en la noche al paso del tren, como si se hubiera quedado absorto por alguna visión. Ante esta actitud Marta intuyó que no podía escucharla bien, aquel sonido ambiente no hacía de aquel lugar el mejor para ponerse a charlar amigablemente, costaba trabajo prestar atención y seguramente a él no le importaba mucho lo que le pudiera ocurrir. Tan solo se había limitado a hacer que no le molestara con el humo.
Es curioso amigo –continuó seguramente para sí misma- pero imagine que esto fuera la barra de un bar, en el que nos hemos encontrado casualmente. La música está muy alta, estamos bebiendo una copa, yo fumaría mi cigarrillo y su mirada habría atravesado el umbral de preguntarme algo, intentando entablar conversación. No es fácil conversar, pero en la barra de un bar siempre uno se compromete con el empeño de abrirse paso, como si hubiera llegado al final de una estación en la que sin duda tiene que encontrar el destino.
El hombre la miró intentando entender aquello. Mientras ella pensaba que estaba hablando sola, mirando a la pared contraria con la colilla en la mano.
Ahora los trenes –continuó- cada vez viajan a mayor velocidad, el tránsito ha de ser casi instantáneo. Apenas hay tiempo para saber que uno está cambiando de lugar, para que tome conciencia de que algo le está pasando. Pero sabe, uno cuando se sube a un tren y comienza el viaje, no es el mismo que se baja al llegar al destino, hay cosas que hubo que vencer, la resistencia a trasladarse, siempre hay algún apego en el origen, el miedo a lo desconocido, perder el control de donde uno está. Por eso creo que no solemos hablar con desconocidos cuando viajamos.
Nuevamente se produjo el cruce con otro convoy en dirección contraria que hizo reaccionar al observador callado.
Verá –le dijo entonces al oído- hagamos que no estamos viajando, o mejor, pensemos que esta plataforma puede ser un destino, el final de una línea que permitió conocernos.
Marta se sintió atraída por la propuesta.
Por un momento estaba soñando que viajaba en este tren –gritó ella para que le escuchara bien- pero seguramente sólo fumaba un cigarrillo solitario.
Pues hágalo con libertad –la animó- en este lugar no hay trabas para ello.
Juntos se miraron y poco a poco les fue envolviendo el humo del cigarrillo. Marta cerró los ojos y disfrutó de aquel instante tan placentero, poder fumar con libertad.
Fue entonces cuando una ligera tos la despertó del sueño en que se había sumergido, ahora ya casi estaba llegando. Una voz avisó de la llegada y les previno de que no olvidaran ningún objeto personal en el tren.